El pollo pasa

Pasen y lean damas y caballeros! Aquí tienen un  cuento entre el terror y la comedia, entre la magia y el costumbrismo, entre la realidad y los sueños…Recordad los elementos de este juego : Techo, estantería  y  el fantasma de una gallina. Espero que lo disfrutéis:

Un lago, una mujer desnuda, un árbol…no, un lago no, una laguna. Después de doce años aún no he podido decidir si la mancha de humedad del techo es un lago, una laguna o un charco. Cuadrante B4: la segunda baldosa de pladur desde el cabecero, la cuarta desde la puerta. B4: ¡agua!
— Jajaja…— oigo mi risa perderse en la habitación. ¿Cuánto tarda una persona normal en volverse loca? Yo solía ser un tipo simpático. Tenía mi gracia, sí.
Un lago, una mujer desnuda, un árbol. Hace un tiempo concluí que el árbol es un baobab. Dudé mucho, no resulta nada fácil identificar qué tipo de árbol representa la grieta que recorre la viga. Lo supe en cuanto vi la foto de un baobab en el libro de botánica que me había traído Melina del colegio. Lo vi y pensé: Un baobab. Y hasta hoy que nadie me ha demostrado lo contrario. Al igual que nadie me discute que la mancha de humedad sea una mujer desnuda. ¿Por qué sabes que está desnuda? Me dicen… Qué ganas de robarle la ilusión a un enfermo. Si entorno los ojos lo suficiente hasta puedo verla bañarse en el lago.
Ya pasa de las diez… ¿Dónde narices se habrá metido esa mujer? ¡Emilia! ¡Emiliaa!
Apesta. La habitación apesta a humedad y a sudor. Hiede como si un cuerpo humano estuviera descomponiéndose aquí dentro. Claro que, en realidad eso es exactamente lo que está ocurriendo. Emilia tiene la costumbre de mantener la ventana bien cerrada. Por orden del doctor, dice. No sea que me atrape una corriente y me arroje de este mundo, de su mundo vacío sin un muñeco de carne y hueso que la haga sentir útil.
¡Emiliaaa!
Si mis piernas despertasen un instante, si pudiera levantarme de pronto, sólo unos minutos, arrancaría la maldita ventana de su marco y dejaría la pared abierta para siempre. Luego bajaría a la cocina y le arrearía un guantazo, con el dorso de la mano, en su cara gorda. Una buena bofetada en esa cara mofletuda rellena de bizcochos de anís. Siempre huele a anís. Cuando se mueve alrededor de mi cama, tambaleando sus caderas redondas, casi puedo escuchar el ris ris del roce de sus muslos bajo el vestido y el mandil. Se frotan el uno contra el otro como queriendo encender un fuego. Y el humo que desprenden sabe a anís. Ris ris ris…Juro por dios que puedo oírlo. ¿Pero qué le pasa esta mañana? ¡Emiliaa! ¡Emiliaaa!

Ris, ris, ris. Ya sube por la escalera, es como un gato con cascabel. Un gato gordo. Ris, ris, ris… Estoy seguro de que oigo sus muslos desde aquí.

— ¡Dios del cielo! ¡Ya estoy aquí! No son más que las diez y ya estás gritando. Cuánto se me necesita en esta casa…Mira qué te traigo de desayuno. —Detesto su voz chillona. Todo en ella me resulta irritante. Todo lo que rodea a esta cama me crispa, en realidad.
— Déjame adivinar: No serán bizcochos de anís.
— Pues sí, bizcochitos de anís, sí. Quizás el señor prefiera otra cosa. —Cuando trata de ser graciosa, con esa sonrisa hundida entre las mejillas, es todavía más molesta.
— Cualquier cosa estaría mejor que esa masaza dulzona.
— Menos mal que tengo la paciencia de mi madre y no te lo tomo a mal, Indalecio. Toma, cuidado con el café que está hirviendo.
— Seguro que has vuelto a dejar hervir el café. Así no sabe a nada. —Emilia se mueve por la habitación sin escucharme, moviendo ropa de sitio, montones que ella misma había dejado ahí la noche anterior, suspirando y abriendo puertas de armarios al azar.
— Hace un frío de mil demonios. —Casi con alevosía, me arranca las sábanas dejando mi flaco cuerpo expuesto a la luz congelada—. No tardo nada. El café te mantendrá calentito mientras cambio la cama. —Anuda mis brazos en torno a su cuello y me deposita como a un cadáver sobre el butacón. Por el ángulo en que puedo verla bailotear en torno a la cama, sé que estoy incómodo, o lo estaría si pudiese sentirlo. La muy estúpida me ha dejado así, de cualquier manera. Desde aquí la mujer desnuda no es más que un borrón en el techo.
— ¡Estoy incómodo!
— Jajaja, qué cosas tienes, Lesi. A ver, ahora mismo te coloco en la cama, un poquito de paciencia…jajaja. —Siempre he sido un tipo gracioso—. Estás de buen humor porque ya sabes que hoy viene Melina. Esta niña…espero que todo le vaya bien, de verdad que sí, ¡pero es tan irresponsable! Tú sabes que la quiero como a una hija, aunque no creo que sea demasiado lista. Estudiar es lo que tiene que hacer…y no hay manera… ¡Quién me diera a mí sus años! ¡No me llegaría el mundo para comérmelo!
— De eso estoy seguro. — sobresaltada al recibir el latigazo de malicia ya abría sus fauces sonrosadas para darme réplica cuando algo extraño en los bajos de la cama la saca de sí.
— ¿Pero qué diantres es esto? ¿Por qué hay hierba seca en tu cama, Lesi? ¿Te has dado un paseo por los corrales?
— ¿Hierbas? ¿De fuera? — trato de estirar el cuello para ver el amasijo de hierbajos secos que había revueltos entre las sábanas. Allí estaban. No podía ser. Hacía dos noches había tenido un sueño extraño, de esos que parecen durar horas y hacen que te despiertes agotado, como si realmente lo hubieras vivido. Soñaba, como tantas otras veces, que recogía los huevos de las gallinas, cambiaba la hierba a los conejos y limpiaba las cuadras. Vamos, lo que hacía antes de convertirme en una berza.
—Esto no tiene sentido… ¿Has vuelto a las andadas, Lesi? ¿Ha venido alguien por aquí? Por Dios, otra vez…No gano para disgustos…Claro,  ahora Emilia que se encargue de limpiarlo todo. ¿Tendré que lavar también sus bragas?
— ¡Que no ha venido nadie! ¡Cierra la boca y déjame pensar un momento!
— ¡Pues ya me dirás qué explicación hay! Me vendrás con que te entraron ganas de darte un paseíto por el campo, ¿no? ¿Cuándo ha venido? Ayer mientras estaba en misa, ¿no?, cómo no me lo imaginé…
— ¡Que te calles un poco! ¡Déjame pensar! No ha venido nadie te he dicho. No sé cómo ha llegado eso ahí…
— ¡No me mientas, Indalecio! Otra vez igual…Dios mío, qué cruz, soy una desgraciada, eso es lo que soy…
— Nada, no calles, pero qué terca eres…
— ¡Ahí te quedas! ¡Cámbiate la cama tú solito, ya que tienes piernas para pasear! — Se va indignada y maldiciendo su suerte escaleras abajo tan rápido que por poco le prende fuego la falda. Volverá al cabo de un rato, con cara de niña llorona, a darme la oportunidad de disculparme. Vieja loca.
Piensa Indalecio, piensa. No mentía, no he recibido más visitas que las de Melina y el médico en el último mes. Esta mujer es completamente idiota. ¿Para qué iba yo a solicitar los servicios de una puta si ya no sentía nada de hombros para abajo? Cierto que había antecedentes. En mis buenos años, cuando la parálisis sólo me impedía caminar, pero no mover los brazos o empalmarme. Eso era más que suficiente para dar un poco de alivio a mi cuerpo. Entonces Emilia renegaba de cuidarme día sí y día también o me dejaba bragas sucias en el café por la mañana, o rosarios. Fueron unos años duros para ella. ¡Pero cuánto disfruté! — ¡jajaja! — otra vez me asusta mi propia risa resonando en el cuarto vacío. Fueron buenos tiempos, sí. Y mira ahora, muerto en vida. Un cuerpo de ojos y boca. Sólo me queda la mujer desnuda del techo… No me importa reconocer que algún día, en mi desesperación, me asomé al canalillo de Emilia. ¡Es la única virtud de la mujer gorda! Será una especie de justicia divina. Dios te hace gorda pero te concede una hermosa delantera. ¿Pero cómo habrán llegado esas hierbas a mi cama? ¿Me habré levantado en sueños? Imposible.

Escucho el reloj de abajo dar la una y media del mediodía. Emilia aparece en el umbral de la puerta del cuarto con una bandeja de comida y expresión dolida. Yo llevo dos horas apoltronado en este butacón, inmerso en mis pensamientos. He adquirido la capacidad de dejar pasar el tiempo entre postura y postura, sin nada que hacer, sólo mirando el techo. Me hubiera dado lo mismo que Emilia no apareciera hasta la noche o el día siguiente. Pero esta mujer no me dejaría así desamparado. Ella no, ¡ella es una mártir!
Por la tardes suelo recibir la visita de Melina. En realidad no tenemos mucho de qué hablar. No tenemos nada en común. Al principio venía obligada por su tía con el pretexto de hacerme compañía y se esmeraba en contarme historias del colegio que a mí me daban igual. Una tarde llegamos a un acuerdo: Como mis brazos ya no me respondían y el ingenio artesano en esta casa brilla por su ausencia, ella me leería. Doce libros componen toda mi biblioteca. Nunca he necesitado ninguno más. En ellos se guarda toda la sabiduría y el entretenimiento precisos para sobrevivir en un cuarto cerrado. Cada mes, Melina me lee uno de ellos, siempre en el mismo orden, como un calendario. Para mí mirar esa estantería y los huecos entre los libros es casi como mirar por la ventana y ver pasar las estaciones.
— No me gusta Charles Dickens. Me aburre. Utiliza demasiadas palabras.
— ¿Conoces la palabra incunable?
— Claro, es cuando una cosa tiene un valor incalculable, que nadie puede decidir.
— Pues eso es Dickens. Te admitiré que no sea tu favorito de la biblioteca, pero no puede no gustarte.
—Pues no me gusta.
—Porque eres una paleta.
—Porque es aburrido. ¿Te imaginas que viniese él a contarte cuentos? Te morirías del aburrimiento.
—Tal vez.
— Y si yo fuese el espectro de Marley ¿Qué me pedirías?
—No es el genio de la lámpara. Lee. —su mirada me hizo entender que no continuaría hasta obtener una respuesta. — Te lo he dicho mil veces. Caminar.
— ¿Y si te dijera que puedo concederte cualquier deseo? Lo he hecho otras veces. ¡Pídeme uno!
— Caminar. Sigue leyendo, anda.
— ¿Sólo caminar? Eso puede hacerlo cualquiera, sé más original, no seas como este tipo. — tamborilea sobre la portada del libro con sus uñas pintadas de negro.
— Pues volar, me echaría a volar por esa ventana para no volver nunca más. Ahora lee.
— ¡Así me gusta! ¡Levántate y vuela! —se ríe con ganas echando la cabeza hacia atrás y moviendo el pelo. Es una muchacha mona, más proporcionada que la mujer desnuda del techo, sin duda.
Esta noche volví a soñar de nuevo. Pero esta vez lo recuerdo todo perfectamente: Salía volando por la ventana y aterrizaba en el campo bajo la casa, en el corral de las gallinas y los pollos y yo era una de ellas. Era una sensación increíble. Mis piernas tenían fuerza por primera vez en años y se habían convertido en patas huesudas con pequeñas garras que arañaban la tierra. Aleteaba con todas mis fuerzas y saltaba entre los corrales. Me pasé la noche de un lado para otro, picoteando el suelo y moviendo las patas y las alas. Fue maravilloso. La verdad, nunca habría pensado que una gallina pudiera ser tan feliz. Al despertar vuelvo a estar en mi cama, totalmente destapado y ante el mismo paisaje de siempre: el lago, la mujer desnuda y el árbol.
Lo más extraño de todo, es que mis pies están manchados de tierra, con pequeños trozos de hierba entre las uñas y pedazos de piedra entre los dedos. Me estoy volviendo loco. Estiro el cuello hasta que casi me mareo para asegurarme de lo que estoy viendo. La cabeza es lo único que me queda y ya la estoy perdiendo.

— ¿Pero qué es esto? Estás burlándote de mí, ¿no es así? — durante el baño Emilia no da crédito a sus ojos.
— He estado pensando en ello y tengo una teoría para el misterio.
— Ah, ¿sí? Me encantará saberla.
— Bah, no me creerías…
— Suéltalo ya. Venga, ríete otra vez de tu querida Emilia, que te lo ha dado todo. Si mi hermana supiera todo lo que estoy haciendo por ti…— sus mejillas redondas se sonrojan cuando se enfada. Toda la cara se le hincha y adquiere un tono rosa fuerte, salpicado de venillas. Nadie diría que es hermana de mi Aurora.
— Todo indica que me estoy convirtiendo en una gallina.

Dejo salir la frase tranquilamente y vuelvo a dejar la cabeza sobre la almohada, a la sombra del árbol. Emilia me mira con estupor y su cara se enrojece aún más. Indignada, lanza la esponja en la cubeta con tanta fuerza que salpica toda la cama. Acto seguido y sin mediar palabra, se marcha dejándome allí tirado, con una pata a medio lavar y la otra cubierta de tierra.
Cada noche se repite lo mismo. Poco después de quedarme dormido, vuelvo a despertar y, en lugar de encontrarme postrado en esa dichosa cama, me descubro en el gallinero como uno más. No sabría decir si siempre soy la misma gallina o no, ya resulta suficiente locura poseer el cuerpo de un pollo como para mirarme al espejo con tal atavío. En verdad que no encuentro explicación alguna para esto. Al menos ninguna que pueda aceptar sin asumir que me he vuelvo loco al fin. Sé de casos de personas que caminan en sueños, incluso se supo de una mujer, no recuerdo de dónde era, que siendo inválida durante el día, por la noche su cuerpo se levantaba y salía a recorrer el pueblo. Cada mañana la encontraban dormida, sentada en el portalón de su casa porque en su sonambulismo había olvidado coger las llaves. Pero esto es diferente. Va mucho más allá, yo puedo recordar todo lo que ocurre durante mis ausencias, recuerdo picotear el suelo, corretear frenéticamente por la hierba y levantar el vuelo. Un vuelo torpe y pesado que me hace sentir libre como nunca en años. Aunque no consigo salvar la altura de la cerca que rodea la finca. Las demás gallinas me miran con indiferencia mientras dormitan en sus palos y los gatos me siguen con la cabeza en una mezcla de curiosidad y burla. Espero no tener un disgusto una noche de estas…Y así, cada mañana me despierto exhausto en mi vieja cama, con los pies sucios y un inmenso deleite brillando en mi cara.
Emilia no lo soporta, está cada día más enfurecida, para ella mi sonrisa satisfecha sólo puede significar una cosa. Hace unos días empezó a cambiar sus horarios de forma que pudiera sorprenderme. Se prepara para salir al mercado o a misa, se asegura de que la veo arreglarse, coger el bolso y el pañuelo e incluso se asoma a la habitación para despedirse. Sale dando un buen portazo y espera. Veinte minutos después regresa, sube las escaleras de puntillas y aparece en el umbral de la puerta con el rostro colorado, esperando encontrar aquí algo o alguien que explique lo que está sucediendo. Otros días madruga y me trae el desayuno una o dos horas antes de lo previsto. Siempre se encuentra con la misma escena: un hombre flaco e inerte tumbado en la cama mirando el techo. Lo único que ha cambiado es mi estado de ánimo.
— ¿Otra mañana de buen humor, Indalecio? Debiste pasarlo muy bien anoche…
— Lo cierto es que sí, me pasé la noche entera volando de aquí para allá.
— Claro que sí. Tu desayuno. Hoy toca cambiar las sábanas. — sin esperar a que sorba un poco de café me levanta como un saco de huesos y me deposita en el butacón con muy poco mimo. — Qué sorpresa, hojas entre la ropa. ¿Sabes? Me da igual lo que hagas. No me importa en absoluto.
— Ah, ¿no? ¿Y cómo es que ya no te molesta que salga a pasear por la noche? —con el dorso de la mano barre las hojas secas de la cama con displicencia y envuelve las sábanas sucias en un fardo.
— Porque me da igual. Esta tarde vendrá Don Luis a visitarte. A ver si él te hace caer de la burra y comportarte como un hombre de una santa vez.
— Jajaja, ¿has llamado al cura? ¿Para qué? ¿Para que me haga un exorcismo?

A lo largo de toda la tarde Don Luis trata en vano de tranquilizar a Emilia acerca de los males de mi alma. Luisito comprende mejor que nadie los impulsos que la mente impone a veces sobre el cuerpo, aun cuando éste es un mero pelele. Melina no deja de reírse desde el butacón mientras Emilia relata mis presuntas andanzas nocturnas y suplica al buen pastor que me devuelva el decoro. Este ordena a Emilia que me prepare unas infusiones de hierbaluisa, pasiflora y eneldo para ayudarme a dormir, me sorprende que no le recomiende añadir al brebaje un poco de bromuro. Después de todo, el cura resulta ser un tipo razonable. Antes de irse se acerca a la almohada para hablarme:
— Escucha Indalecio, ya no somos unos niños, bien sabes que no te diré lo que debes hacer y lo que no, para eso ya está Dios que te juzgará cuando llegue el momento. Pero sea lo que sea lo que estás haciendo, déjalo estar, por tu cuñada, es tu familia, la mujer está de los nervios.
Al llegar la noche, como muestra de buena voluntad me bebo la poción sanadora hasta la última gota. Me quedo dormido en seguida pero, lejos de abandonar mi nueva rutina, esta es aún más intensa que nunca: pronto siento la humedad de la hierba en los pies, me deleito tumbándome en el campo y rebozando mi cuerpo compacto y achaparrado en las gotas de helada. Hundo las patas en la tierra y escarbo estirando y encogiendo las garras sólo por el placer que otorga el movimiento. Correteo, me baño bajo el chorro que cae desde el canalón y bebo del fino río que se filtra en el suelo al salir de la tubería. Desde la puerta de la casa observo la valla que la rodea. Tres hiladas de bloque de hormigón recubierto de verdín y sobre éste, más de un metro de tela metálica trenzada, que deja pasar hierbajos y ramas de un lado a otro. Me pregunto, como cada noche, si podré saltarla de un vuelo. Clavo las uñas en la piedra del suelo y me lanzo a la carrera directo hacia la cerca, cuando me faltan sólo un par de metros despliego mis alas y trato con todas mis fuerzas de empujar la cantidad de aire suficiente para elevarme. El tortazo contra la malla metálica vibra hasta recorrer todo el perímetro de la finca y yo me despierto abriendo los ojos al paisaje del techo.
Transcurren varias semanas sin que mis ansias de evasión ofrezcan éxito alguno, mientras tanto disfruto de mi nueva libertad nocturna y entreno mis torpes vuelos rasantes en las escaleras, paseando por el campo y picoteando aquí y allá hasta el amanecer. La frustración de no alcanzar la valla no es suficiente para mermar la dicha que me embarga todas las mañanas, renovada al ver la expresión cada día más indignada de Emilia. La pobre mujer está totalmente desquiciada, discurre toda clase de artimañas para sorprenderme in fraganti y sus reproches son cada vez más amargos e incisivos. A sus ojos este misterio sólo puede tener un sentido y dudo que pueda dormir en paz hasta que lo descubra y tome medidas.
En cuanto a mí, me da exactamente igual la explicación a mis experiencias extra corporales o como se quiera llamar a lo que me ocurre. Soy feliz, me siento soberbio en el pellejo de ese animal atolondrado y me basta para no preguntarme nada más.
—…Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa y despertó con dolor de cabeza y…
—Deja ese libro, coge el de Orwell.
—Pero todavía no estamos en marzo, —Melina me mira con asombro bajando el libro a su regazo. — siempre leemos la…
—Da igual, no van a cambiar las estaciones por leer otro libro. Léeme a Orwell.
—Está bien, — con un gesto de hastío devuelve el libro de Márquez a su lugar en la estantería. Se para a observar los libros escrupulosamente ordenados con gesto confuso: — ¿quieres que desplace todos los libros para que no pierdan su lugar?
— ¡Estás loca! Ni se te ocurra mover ni uno de ellos. Tienen un orden muy concreto que he estudiado durante mucho tiempo como para ahora…
— Ya, ya… que no los muevo. Muy bien. Estás muy raro hoy, Lesi.
— Bueno, ¿tú también vas a empezar con monsergas? ¡Arrea! ¡Hoy quiero leer ese y punto!
—Está bien…no te enfades, anda, que vengo en son de paz. Aquí está— carraspea en tono pomposo y abre la tapa del libro. — Rebelión en la granja. Vamos allá.
—Gracias. — Recuesto la cabeza en la almohada preparándome para la lectura. — Presiento que hoy será un día especial.
Melina alza la vista hacia la cama enarcando las cejas y empieza a leer ignorando aquella última frase como otro de mis delirios. Los días empiezan a ser más largos al acercarse la primavera, de modo que las tardes de lectura suelen alargarse una o dos horas más que en invierno. Los volúmenes más largos pertenecen a los meses de verano en que además Melina multiplica sus visitas al estar de vacaciones. A los libros cortos les corresponde siempre el otoño y el invierno. Pero bueno, la ocasión bien merecía romper por primera vez la disposición establecida.
Cuando Emilia me trae la cena está muy complaciente. Demasiado, diría yo. Viendo su actitud de las últimas semanas resulta cuando menos sospechoso. Su cara ha recuperado el rubor varicoso natural en ella y no aquel bermellón iracundo que invadía sus mejillas últimamente. Ha estado cocinando sus bizcochos de anís. Por el olor de su aliento puedo adivinar el mano a mano de la botella de anís entre el bizcocho y su gaznate. Ceno con ganas y hasta conversamos animadamente entre bocado y bocado. Esta noche, incluso me apetece uno de esos bizcochos empalagosos.
La emoción retrasa el sueño un par de horas, pero llega finalmente y de nuevo mis piernas despiertan sintiendo el tacto de la tierra mojada. Tal y como había planeado, me dirijo a la pista de despegue que compone el camino desde la puerta de la casa a la valla. El mundo entero me espera al otro lado.
Con aire grandilocuente, alzo el pico a la luna llena que brilla como queriendo exaltar aún más mi hazaña. Sé lo que debo hacer, clavo las garras en la arenisca, levanto las alas hasta que forman un plano horizontal perfecto, con una sacudida desperezo mi plumaje y comienzo a correr con más ímpetu que ninguna otra noche. El viento es perfecto, la velocidad de carrera óptima para el vuelo y la postura, espléndida. A menos de metro y medio de la empalizada las alas me alzan del suelo con la elegancia de un cóndor. Al menos así de generosa me parece a mí la sombra que proyecta mi cuerpo rechoncho en la tierra del suelo.
Durante unos segundos que me parecen eternos, en un movimiento perfectamente parabólico que sería la envidia del gallinero de no ser unos animalejos tan estúpidos para apreciarlo, dejo aquella barrera imposible a mi espalda. No hay ovaciones ni cartulinas con puntuación como en los juegos olímpicos, pero ese salto habrá batido unos cuantos records sin lugar a dudas. Con las alas en cruz y la cabeza inclinada en una reverencia me permito unos instantes para saborear mi gran éxito. Ya invadido por el éxtasis, comienzo a rebozarme eufórico en aquella nueva parcela de campo que, a pesar de encontrarse a pocos metros de la casa, supone un mundo totalmente nuevo e inconmensurable para este ser que acaba de renacer libre.
En una de las volteretas percibo con sorpresa unas zapatillas hincadas en la hierba, justo a mi lado. Me resultan familiares. Son unas zapatillas domésticas de color rosa oscuro, el tejido está desgastado y tiene unos escudos bordados en la solapa. Me asalta el horror. Conozco las piernas que nacen de ellas: gruesas y torneadas por venas inflamadas que las rodean como a una columna salomónica. Presa de un pánico premonitorio continúo desvelando aquella figura espantosa y enorme. Un resplandor metálico secciona la noche con destreza experta y pone fin a la fuga perfecta.

El olor de las verduras hirviendo en la pota invade la cocina y avanza por el pasillo y las escaleras hasta las habitaciones. Lo mismo da, en todo caso mi cuerpo ya no podría percibirlo. Permanece donde lo dejé, postrado en la cama con la mirada fija en las manchas del techo, en un estado de letargo comatoso sin que nadie pueda saber si queda algo de mí en su interior o no. Desde el umbral de la puerta de la cocina observo a Emilia descuartizar el cuerpo pelado y amarillento que hace unos minutos era mi visado de huida. El olor a plumas quemadas se mezcla con el del caldo. Qué mala suerte la mía. El cuchillo percute una y otra vez en la tabla de madera, separando las alas del tronco, cortando las patas y apartándolas a un lado junto a la cabeza que me mira resignada y vacía. Juraría que Emilia sonríe, no puedo verle bien su cara anisada, pero estoy seguro de que está sonriendo. La escucho canturrear mientras mueve su enorme trasero de un lado a otro al ritmo de la canción. Se siente pletórica la muy bruja.
Ha ganado, ya lo creo. Pero no ha previsto este pequeño contratiempo: En una especie de desvarío cósmico dispongo ahora de toda la eternidad para vagar por esta casa. Con los ojos fijos en la olla en ebullición empiezo a trazar mi nuevo destino mientras con el pico engalano mis plumas ectoplásmicas.

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