Saturno Devora…

El siguiente cuento forma parte de un desafío de premisas. Tomando a tres inocentes (o no tan inocentes) lectores y participantes del blog, repartimos entre ellos unos papeles al azar. En uno de ellos ponía «localización», en otro, «objeto» y en el último, «personaje». Instándoles a que escogiesen lo que les diese la gana, y sin saber qué iban a eligir las otras dos personas, salieron los elementos que, por obligación, incluimos en estos cuentos: un búnker, una canica y una novia. Pues bien, allá vamos…

Saturno devora…

Por algún sitio hay que empezar, aunque sea una pocilga. Y eso es lo que me encuentro en el piso de Keller, tan pronto como abre la puerta: un pozo inmundo en el medio y medio de ninguna parte.

Al verlo, resulta fácil comprender que el mundo haya olvidado a Ian Keller: físicamente, está desmejorado. Pálido como un lagarto, ojeroso, el cabello graso, cabizbajo. Solo queda una cosa de aquel joven lobo de doce años, que tanto había impresionado al bueno de Rogers cuando cubrió su noticia: la expresión. Si los pequeños y brillantes ojos hundidos de Keller producían un cierto efecto intimidatorio a los doce años, a los veintiséis emanan, claramente, peligro.

Solo me mira directamente por un segundo, en el preciso instante en que abre la puerta. “Eres Walls”, me dice, sin que suene como una pregunta. “Pasa. Espero que no seas muy melindre”.

Lo primero que toca mi zapato al entrar cruje y rechina por el suelo, como un cubierto arañando un plato. Me detengo para mirar y lo que veo es un charco, trozos de cristal, botellas vacías, cajas de pizza y bolsas del restaurante chino de la esquina. Hay pocos muebles, y parecen obtenidos por el Ejército de Salvación. Huele a vómito y sudor, y las persianas llevan tanto tiempo bajadas que han acumulado polvo.

Sí, resulta fácil comprender que el mundo haya olvidado a Ian Keller. A ello contribuye que su hermana, Sarah, la que se llevó todos los laureles de su triste historia compartida, tardase poco en cambiarse de apellido: primero, tomó el de la familia que la acogió; más tarde, el de casada. Con ese último ha firmado el libro que acaba de sacar: “Memorias de una mujer enterrada”, por Sarah Emerson. Flojo, pero eso no importa. Se vende como rosquillas. Los EEUU aman a Sarah: es guapa, luchadora, y sabe vender su imagen.

Rogers ya vio ese potencial cuando cubrió la noticia, y Gibson, su fotógrafo, cuando sacó aquella imagen que dio la vuelta al mundo: la niña había sufrido lo indecible a manos del animal que era su padre, pero en la foto parecía un ángel. Ian no compartió la misma suerte: años de internado y calle; ningún éxito, toda una colección de peleas, delitos y fracasos.

Traigo un ejemplar del libro bajo el brazo, repleto de anotaciones. Creo que faltan demasiados detalles. Ian se rasca la cabeza, me señala una silla y se marcha a rebuscar en el interior de la nevera.  Quiero que vea el libro, así que lo coloco sobre la única mesa de la única habitación del apartamento, apartando un cenicero repleto de colillas y cartas, sin abrir, de lo que parecen facturas.

“No tengo vasos”, dice, al volver con dos cervezas en la mano. Le contesto que da igual, mientras que él se queda de pie, absorto ante la foto de su hermana en la portada: por fin la ha visto. Se queda así un buen rato, por lo que le pego un par de tragos a la cerveza y saco la grabadora.

“¿Lo ha leído?”, le pregunto. Él niega con la cabeza, y, todavía sosteniendo la mirada en el libro, toma asiento. Le ofrezco de mi tabaco. Él extrae dos cigarrillos: se coloca uno en la oreja y enciende el otro.

Me deja caer que espera algo más que tabaco por sus palabras, y sus ojos destellan en la oscuridad, con la misma intensidad que el extremo incandescente del cigarrillo. Procuro mantener la cara de póker. “El trato no ha cambiado”, recalco, dando un par de golpecitos con la punta de los dedos sobre el libro. Quiero lo que no está en el libro: si puedo comprar la historia por doce pavos en cualquier librería, ¿por qué iba a darle nada?

Él se ríe, sin humor. Ese es precisamente el momento en que ambos nos ponemos serios, y empezamos a hablar de verdad.

—Ya te he dicho que no me lo he leído —insiste.

—Da igual, iremos a las páginas en que Sarah dice que le falla la memoria, y…

Vuelve a reírse, interrumpiéndome. Resulta enervante.

—A mi hermana no le falla nada. Ella contará lo que quiera contar, y yo igual.

Le da un par de caladas a su cigarrillo, bebe de la botella. Parece muy satisfecho de sus palabras, como si estuviese llevándome a su terreno. Lo que sucede es que no pienso permitirlo: me digo que he entrevistado a gente mucho más inquietante que Ian, aunque puede que él no lo sepa. Y me repito que no es su padre, pese al parecido físico.

—Le recuerdo, señor Keller, que a la redacción llamó usted —acabo por soltar.

—¿Y? Quería hablar con Rogers, no contigo.

—Se jubiló hace dos meses. Le hicimos una bonita fiesta de despedida —comento, mirándolo de frente, antes de sostener la grabadora delante de él y soltar la única frase que funciona en estos casos—: Señor Keller, ¿qué quiere contarle al periódico?

Y, una vez que se ha terminado el primer cigarrillo y me ha mirado de arriba abajo, una vez que parece convencido de que le voy a pagar lo que fuese a pagarle Rogers si éste siguiese en el negocio, empieza.

Procuro que pase rápidamente sobre los detalles más conocidos por el público: todo el mundo sabe a estas alturas que Dominic Keller no volvió a ser el mismo después del fatídico accidente de tráfico en que fallecieron su mujer y los padres de esta, cuando Ian y Sarah eran aún muy pequeños. Dominic conducía, y fue el único superviviente: esas cosas dejan marca, pero su reacción fue cualquier cosa menos corriente. Aseguraba ante sus conocidos haber visto “algo”, y que ese algo lo obligó a salirse de la carretera.

—No era un platillo volante —matiza Ian—. El viejo nunca creyó en alienígenas.

No, Dominic Keller no creía en hombrecillos grises. La explicación es mucho mejor.

—Él decía que habían sido los rusos.

De locos, pero recuerdo bien el clima de paranoia que imperaba entonces: aunque el macartismo y la caza de brujas hubiesen terminado en la década anterior, Vietnam seguía siendo una realidad en los medios. Y, junto a las noticias, llegaba el miedo, multiplicado por mil en la prensa amarilla: ¡súper armas rusas en territorio norteamericano, aviación indetectable, agentes ocultos entre la masa…! Resulta que Dominic devoraba esos artículos, recortaba fotografías, colgaba en un mapa de corcho de su casa las noticias de avistamientos de OVNIs… Se obsesionó: estaba seguro de que lo había sacado de la carretera algún tipo de artefacto soviético, espiando el territorio norteamericano y preparando la inminente lluvia de fuego nuclear. Así fue como enterró la culpa en el miedo: los rusos habían matado a parte de su familia, e iban a acabar el trabajo cargándose a todo bicho viviente.

Las palabras de Ian marcan un interesante punto de inflexión:

—Yo era un renacuajo, pero recuerdo que cuando le volaron la cabeza a Kennedy se agarró una buena curda. Estaba obsesionado con que había que atacar primero, y que Jotaefecá era un obstáculo. Esperaba que el siguiente presi le patease el culo a los rusos.

Pero el siguiente, afortunadamente, no nos arrastró a la guerra nuclear: Lyndon se contentó con convertir Vietnam en una gigantesca colina arrasada que olía a victoria, como podría decir el Teniente coronel Kilgore de Robert Duvall. Decepcionado con el gobierno, Dominic decidió que solo había un modo de estar a salvo. Llevaba años invirtiendo todos sus ahorros en el proyecto. Tenía la propiedad, las instalaciones, los suministros. Solo le faltaba dar el paso.

—¿Sabes?, sé que va a sonar extraño, pero creo que, pese a todo, lo hizo por nosotros. Dejó todo lo demás. Su trabajo, sus pocos amigos… Solo nos llevó a nosotros.

Y no avisó a nadie. Dominic Keller, sus hijos y su Ford Galaxie desaparecieron de la noche a la mañana un día de 1964: había decidido ingresar en el extraño club de los supervivencialistas, con su bunker prefabricado a juego, en el medio de ninguna puta parte tirando para el Norte, Estado de Montana.

Todo esto, sin embargo, ya me lo contó Rogers. Es más, viene en el libro de Sarah.

—Ian… —interrumpo, tan pronto como empieza a darme detalles técnicos del bunker de supervivencia, de la casa sobre el mismo, de los acres de terreno… Tengo detalles técnicos para aburrir—. Ya sabe de lo que quiero hablar.

En respuesta, me clava la mirada de esos ojos helados suyos, como si hubiese metido un palo en un avispero.

—De los abusos —dice, sin alzar la voz, pero haciéndome sentir que camino sobre una capa de hielo muy fino—. De lo mucho que Sarah le recordaba a mi madre, ¿es eso?

Reina un incómodo silencio mientras que intento montar una respuesta. Me aclaro la garganta.

—No tiene que tocar ese tema si no quiere… Yo me refiero a lo que no sale en el libro: a la relación entre usted y su hermana. Ella apenas habla de usted, pero cuando lo hace es para decir que le debe la vida, pero apenas da detalles. Casi parece un… no sé, un espíritu guardián o algo así.

—Yo velaba por ella —manifiesta, y por un momento parece quedarse sumido en sus pensamientos, mirando el cuello de la botella de cerveza que sostiene en sus manos. Al cabo de un rato, sigue hablando—: Ella siempre estaba ahí abajo, encerrada, como las princesas de los cuentos… ¿dice en ese libro suyo yo que le llevaba comida a escondidas, y revistas, y otras cosas? ¿Dice que le curaba las heridas? ¿Que cuando nuestro padre iba al pueblo la sacaba de allí a escondidas y la llevaba a ver el bosque y el río?

—Sí. Sí que lo hace.

Vuelve a mirar su botella de cerveza, a quedarse callado. Los recuerdos que circulan por su cabeza no pueden ser agradables.

—Yo era un crío —dice, muy bajito, casi hablando para el cuello de su camisa—. Un crío no tiene fuerza para luchar con un hombre, y él siempre guardaba las armas bajo llave…

—Ian, nadie esperaría de usted que…

—Yo lo adoraba —me interrumpe—. Eso es lo peor de todo. Y adoraba vivir allí: no entiendo cómo os gusta esta mierda de asfalto. Ese hombre me enseñó a pescar, a cazar, a cultivar, a aplicar primeros auxilios…  Traía revistas y juguetes del pueblo, me leía cuentos… Pero, por las noches, bajaba las escaleras del bunker. Ella ni siquiera debía tener diez años cuando empezó…—Vuelve a callarse. Me mira directamente, parece pensar si quiere decirme las siguientes palabras, hasta que finalmente las deja salir—: ¿En serio dice ahí Sarah que me debe la vida?

—Sí.

Ian asiente en silencio y me mira, intentando tal vez determinar si lo que digo es cierto. ¿Para qué iba a mentirle? Sarah no tiene una sola palabra mala para su hermano en el libro.

—¿Habla del anillo de diamantes?

Esto es nuevo. No tengo ni de a qué hace referencia, pero repaso maquinalmente el libro con las manos, sorteando mis propias fichas y anotaciones. Acabo por negar con la cabeza. Él se levanta, sumido en sus pensamientos, y saca otro par de cervezas de la nevera.

—Eran cosas de críos… pero yo la quería, ¿sabes? No solo como un hermano, ya me entiendes… No teníamos contacto con nadie más… Y, bueno, esto fue poco antes de que todo acabase: un día, ojeando una de esas revistas que yo le llevaba, de moda, o de actualidad, ya ni lo sé… Pues se encuentra un reportaje sobre bodas. Hay una foto de una novia vestida con un traje alucinante, y ella se queda boquiabierta, mirando la revista, leyendo todo, una y otra vez.

»Y yo, ¿sabes qué hago? Le digo que nos casemos. Así, de golpe. Cosas de críos, pero juro que hablaba en serio… Le pido que, si tanto le gusta la foto, que ella sea mi novia. Que la llevaré al altar en brazos, lo que haga falta. En esos momentos, me creo de verdad todas esas memeces que le estoy contando, pero Sarah tiene la cabeza mejor puesta, aún con toda la mierda que vive cada día. Se echa a reír, pero no me manda al carajo. ¿Sabes lo que me dice? Que de acuerdo. Que le encantaría. Pero que, primero, tengo que llevarle un anillo de compromiso.

»Un anillo de diamantes.

El clic de la grabadora, al llegar al final de la cara de la cinta, interrumpe la narración.

—Disculpe —ruego, manipulando el aparato. Las manos me tiemblan ligeramente por la excitación. Sé que estoy ante algo que este hombre no le ha contado nunca a nadie, y me siento como un buscador de oro, después de soltar ese afortunado golpe con el pico que encuentra la veta—. Continúe, Ian, se lo ruego.

—Ehm, vale…. ¿Dónde estaba…? Ah, sí: ella sabía que era imposible, claro, pero yo no tenía muchas luces. No hay diamantes en los bosques, y si mi madre tuvo algo de eso, en la casa no estaba. Tal vez mi padre vendió todo para llevarnos allá, o… En fin, que yo necesitaba una solución. Podía hacer el aro del anillo con alambre, pero para el resto… Necesitaba algo que diese el pego.

»Y entonces, se me ocurrió. Mi padre bebía un Jack que traía en cajas del pueblo, y las botellas eran curiosas… Tenían un tope en el cuello que no veo en las licorerías de por aquí. ¿Sabes lo que te digo?

—¿Un dosificador?

—¡Eso es! ¿Y sabes lo que había dentro de esos dosificadores?

—La verdad es que ahora mismo…

—Pequeñas canicas. Canicas de cristal. ¡Ahí estaban mis diamantes! Solo tenía que engarzarlos con un poco de alambre y pegamento…

—Y romper el cuello de la botella, claro.

—Ahí comenzaron los problemas. Seguramente había botellas vacías por alguna parte, pero yo estaba muy excitado con mi plan, así que pillé una de las que estaban enteras, y le rompí el cuello de un martillazo. La dejé por ahí tirada y me puse a trabajar con el anillo, no pensaba en otra cosa.

—Permítame una interrupción: ¿dónde estaba Dominic, mientras que usted hacía eso?

—Pescando. Cuando volvió, empezaba a oscurecer y yo ya había terminado el anillo. No se puso muy contento que digamos cuando vio el desastre… Me llamó a gritos y… Pero aquí hay una cosa que tengo que decir: el hombre nunca me había zurrado. ¿De acuerdo? Algún sopapo, sí, pero por gamberradas… Supuse que me caería una reprimenda y eso sería todo…

Recuerdo el aspecto que tenía Ian al aparecer, cuando Rogers y Gibson cubrieron la noticia: hecho un guiñapo, repleto de golpes y arañazos. Sin embargo, prefiero no llevarle la contraria de forma directa.

—¿Qué fue lo que provocó que no se quedase en eso?

—Me preguntó por lo que tenía en la mano. Y se lo dije.

—Cielo santo, Ian.

—Yo no tenía miedo, todo lo contrario: se lo dije porque estaba lleno de valor. Le solté que Sarah quería casarse conmigo, que el anillo era de compromiso y que me la iba a llevar de allí. Eso le dije, sí señor. Y, ¿sabes qué? De lo único que estoy orgulloso en mi vida es de haber soltado esas palabras.

—Pero entonces, ¿por qué nunca le ha contado esto a nadie? Ian, he leído todas sus declaraciones y esto es nuevo… Nunca antes…

—¿Y empeorar aún más la imagen del viejo? Joder, ¿para qué? El caso es que se volvió loco, como nunca antes lo había visto. Me soltó un manotazo y el anillo salió volando. Comenzó a zurrarme de lo lindo, y siguió pegándome cuando yo ya estaba en el suelo… y me quedé ahí, intentando seguir el anillo con la mirada. Se había hecho pedazos: las canicas rodaban por el suelo, e intentaba pensar en si podría encontrarlas todas y volver a montarlo. Y en que, tan pronto lo hiciese, me largaría de allí con ella.

—Entonces, supongo que es a raíz de ese suceso que decide fugarse… ¿es cierto lo que cuenta Sarah en su libro? ¿Qué usted abre el búnker a escondidas de Dominic una noche… y escapan?

—Fue esa misma noche. No podía esperar más, joder: también le zurró a ella… Se volvió loco, el desgraciado.

—Pero él se da cuenta de que salen de la casa, y los persigue…

Ian inhala profundamente y se acaba, de un solo trago, la cerveza que le queda en la botella.

—El viejo estaba como una cuba, del cabreo que tenía se agarró la curda más grande que le vi jamás, y supuse que dormiría hasta el día del Juicio Final. Pero me equivoqué. Nosotros fuimos por el río, para llegar al pueblo. Ni siquiera sabíamos a qué distancia estaba… Esa zona tiene barrancos, hay que ir con cuidado… ¿Qué es lo que dice en el libro?

—¿Quiere que se lo lea?

—No, solo quiero saber lo que dice.

—Que Dominic les pisa los talones, pero que, justo antes de atraparlos, tropieza y cae al barranco. Y que allí se queda. Se abre la cabeza, se ahoga, fin de la historia.

Ian se carcajea, como al principio de todo. No consigo acostumbrarme a esa risa suya.

—Apaga la grabadora.

Titubeo, pero una mirada a esos ojos me basta para saber que no hay modo de negociar. Obedezco a regañadientes. Ian mira con desconfianza el objeto, temiendo un truco. Cuando parece estar seguro de que no se la estoy jugando, continúa.

—Esto es lo que has venido a saber, ¿no es cierto? Pues al diablo: sí que tropezó, pero no se cayó al río. Ya he dicho que iba como una cuba, así que habría sido fácil seguir, pero… Joder, teníamos miedo, ¿sabes? Debió de romperse algo, o hacerse un esguince, porque, cuando intentó levantarse, volvió a caer al suelo. Sarah estaba aterrorizada, y empezó a tirarle piedras desde la distancia. Eso fue lo que me dio la idea.

Se queda mirando la botella en su mano, como sopesándola. En ese momento, en el que parece retraerse al pasado, me veo obligado a admitir que no siento la más mínima tranquilidad.

—Agarré una buena piedra —continúa— y me acerqué a él. Fue mucho más fácil de lo que pensaba. Después del primer golpe… dejé de pensar. Sencillamente, seguí. Y, cuando acabé, lo arrojamos al río. Sí, señor. Eso fue lo que hicimos.

Y se echa a reír.

—Tendrías que verte la cara, joder. ¡Es broma, hombre! ¡¡Una broma!! Se cayó al río y ya está… ¿No es eso lo que cuenta mi hermana en su libro? —me suelta una poderosa palmada en el hombro, que resulta cualquier cosa menos tranquilizadora—. ¿Desde cuándo mienten los libros?

Se levanta a por otras cervezas. Rechazo la que me ofrece. No sé qué decir y, aún peor, no sé cómo publicar lo que me acaba de contar. Él le da un par de tragos a su bebida y espera. En algún momento, saco de la cartera el dinero que hemos acordado y, un tanto aturdido, le pregunto si estaría dispuesto a contar su historia en la radio o en la televisión, e Ian niega, sonriente.

—Con esta pasta me llega, ¿sabes? He echado cuentas.

No me imagino cómo puede llegarle ni para empezar, pero no insisto. Hay algo más que quiero preguntarle, y que no consigo articular con claridad hasta que prácticamente me encuentro en la puerta.

—Ian, ¿qué piensa hacer ahora?

—Verás… —se rasca la barbilla, pensativo—. ¿Te creerías si te dijera que echo de menos todo aquello? Si el viejo no lo hubiera echado todo a perder… No tenía que haberme pegado, ¿sabes? No así. Yo lo quería, pero… Mira: esto es una mierda: mi hermana se ha adaptado bien, pero yo odio la ciudad, la gente, el ruido, todo. ¿Qué puedo hacer?

Antes de que pueda contestarle, me ha cerrado la puerta en las narices.

Días después, todavía estoy sentado ante mi “Selectric, intentando darle forma a golpe de tecla a la historia de Ian. Tengo en la mesa del escritorio una lámina que reproduce la obra de un pintor español, bastante dura, en la que un hombre con barba se zampa el cadáver de un niño como si fuese un bocadillo. El mito de Saturno: es algo que me apetece incluir para vestir el reportaje, para intentar explicar esa extraña admiración de Ian por su padre, y, al tiempo, la necesidad de sustituirlo destruyéndolo. No quiero ponerme demasiado freudiano con las relaciones incestuosas de los Keller, pero lo que vende, vende.

Comienzo a teclear el punto en que quiero tratar eso. Empiezo a escribir “Saturno devora…” cuando algo captura mi atención en el televisor. Es Sarah Emerson, a la que un compañero pregunta, micrófono en mano, por algo de lo que solo entiendo la palabra  “hermano”. Los ojos de ella se llenan de lágrimas. Antes de que consiga subir el volumen, aparecen imágenes de un coche destrozado. En su interior, dice el titular, viajaba solo el conductor.

Iba camino de Montana.

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